El pago mediante tarjeta o por cualquiera de los otros sistemas nos hace menos libres y nos pone en manos de Hacienda y de todas aquellas empresas a las que entregamos nuestros datos y que luego trafican con ellos.
Reza el dicho que la única batalla que se pierde es la que no se da. Y añado, por mi cuenta y riesgo, que de aquellas que se dan, unas se pierden y otras se ganan. Ya sé que una de las que están perdidas de antemano es la relativa a mi derecho, reconocido por el Banco de España, a pagar con dinero. En efectivo, vamos. Reconozco que, para muchos, es una idea que puede parecer trasnochada.
Lo pude comprobar por última vez el lunes, cuando entró en un supermercado una pareja de jóvenes para comprar un par de botellas de agua con las que sofocar el calor que hacía y pagaron ¡la gran suma de 1,50 euros! con tarjeta de crédito. Pregunté a la dependienta y me dijo que era muy habitual. Insistí en lo de la cantidad, argumentando que me parecía muy pequeña, y me miró asombrada para decirme que también se abonaban con tarjeta cantidades «tan astronómicas como la de 50 céntimos de euro». Hace poco más de un año viví experiencias similares en Australia. Allí, el dinero en efectivo casi había desaparecido y no eran pocas las tiendas en las que se advertía claramente que no aceptaban ni monedas ni billetes y que sólo se podía pagar, un helado por ejemplo, con tarjeta de crédito, con bizum o mediante otras aplicaciones electrónicas.
En nuestro país, de momento, y según el Banco de España, es un derecho de los consumidores el pagar en efectivo. A pesar de ello, hay empresas de diverso tipo, incluidas las de transporte ferroviario como Iryo, que rechazan el pago con dinero en sus servicios a bordo de los trenes, saltándose a la torera la normativa vigente. Insisto, ya sé que es una batalla perdida, pero los consumidores estamos poniendo trabas a nuestra libertad por aquello de la comodidad. El pago mediante tarjeta o por cualquiera de los otros sistemas nos hace menos libres y nos pone en manos de Hacienda y de todas aquellas empresas a las que entregamos nuestros datos y que luego trafican con ellos.
¡Mucho hablar de las normas sobre protección de datos, pero somos los primeros en entregarlos a cambio de nada o, como mucho, de un poco de comodidad! Por eso insisto: ¡viva el dinero en efectivo!
Fuente: La Razón